domingo, 2 de febrero de 2014



Cuando era muy pequeña, tenía un círculo reducido de amistades, que no lo llegaban a conformar más que dos o tres niñas. Recuerdo ahora a una de ellas especialmente, que al ingresar al primer grado, con el miedo característico con el que se empieza, me senté sola y ella me preguntó si se podía sentar conmigo, lo cual accedí. Al sentarse me preguntó también si quería ser su amiga. No me gustaba ese tipo de preguntas en la niñez, pero de parte de ella, lo sentí natural, genuino, no impuesto; y me sentí inmediatamente bien. Son pocas las veces en la vida que siento esa comodidad al conocer a alguien. Desde ahí en adelante empezó una larga amistad (que cesó, inesperadamente, cuando cumplimos 15 años). Semanalmente nos visitábamos una a la otra, para pasar el día o el finde jugando. Algunos domingos frecuentábamos la casa de su abuela, donde se juntaban todo el resto de sus familiares. Su casa me gustaba porque me era cálida y tenía el toque antiguo que me fascina, que aún hoy día conservo la afición por las cosas antiguas. Supongo que ellos tenían sangre italiana, porque siempre se comía pastas los domingos al mediodía; muy diferente a la tradición en mi casa, que nos atracamos del buen asado argentino. Esas pastas caseras eran espectaculares, y mientras todos disfrutaban del almuerzo y de la charla, yo permanecía en silencio y comía todo lo que podía. Por eso afirmo solemnemente que yo disfrutaba más el banquete que el resto de los comensales. Aun soy un poco así (bastante). Luego por la tarde, con mi amiga nos entregábamos a perdernos por la casa, al juego pueril y a las risas. 
Como decía al principio, a los 14 años ya se iba deteriorando gradualmente el hilo de la amistad; y la última vez que tuvimos contacto, fue en una llamada telefónica que le hice al cumplir ella los 15 años de edad, para felicitarla por tal motivo. Creo que no sufrí dicha separación, estoy convencida de que es casi imposible conservar las mismas amistades toda la vida. Capaz me equivoco, pero me baso en experiencias. De más grande, me mudé y conseguí un trabajo. Fueron muchas las casualidades cuando me di cuenta de que mi lugar de trabajo era casi en frente de donde vivía mi amiga. A veces me asomaba por la ventana con intención de verla salir de su casa, pero nunca nada. Deambulando algunas veces por el barrio, también me percaté de que la casa de su abuela estaba por ahí (yo no recordaba que vivieran tan cerca). Cuando vi la casa, me sonaba muy familiar, (hasta ese momento, mi mente había borrado completamente los domingos que fielmente cuento acá). Me llevó un ratito abrir la caja de los recuerdos y reproducirlos, como cuando se desempolva un viejo vhs. Un tiempo después, me pareció cruzarme a mi amiga dos o tres veces por la calle; no puedo afirmar que haya sido ella, pero estoy casi segura de que lo era. No sé si ella me habrá reconocido también; pero en todo caso pasamos una al lado de la otra, como atesorando en caja fuerte una hermosa amistad de la niñez, con cierto miedo de abrirla y rajar lo que fue y lo que nunca más se es, de sentir la decepción de que se cambia y que no siempre el cambio se nos es para bien. No me hacía falta quebrar eso y conversar con ella, estoy feliz con lo que fue.

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